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sábado, 3 de junio de 2017

JUAN 21, 20. SUELTENSE

 Juan 21, 20-25: En aquel tiempo, Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús tanto amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?» Al verlo, Pedro dice a Jesús: «Señor, y éste ¿qué?» Jesús le contesta: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.» Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?» Éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que los libros no cabrían ni en todo el mundo.


Este pasaje me recuerda un poco a la parábola de los talentos, cuando el Señor de la viña les dice algo así como: a ti que te importa si yo soy, o quiero ser bueno? Sin duda, palabras que descolocan la lógica del discípulo. Como diciéndonos que lo que es para algunos, no es para otros. Como si lo que hubiera para cada persona fuera especial y único. Entonces, qué te importa a ti lo que le depara a tu hermano?

En este sentido no puedo obviar las palabras que en el Génesis Caín dice a Dios respecto de Abel: acaso soy yo el guardián de mi hermano? Pues ciertamente no lo somos, por lo menos como seres humanos. Y quizás en este sentido el evangelista recoja esta premisa, porque para la mujer, o para el hombre, no es posible hacer la guardia como no es posible comprender lo que Dios tiene para el otro.

Al hermano, como al otro, hay que dejarlo ir. Hay que dejarle vivir su propio tiempo de Dios, su experiencia diferente. Y ciertamente cuesta, porque tendemos a ser corporativos en esto de vivir la misma fe, de amar al prójimo, o de vivir el Reino en lugar de cristianos. Hacemos decir al Evangelio aquello que no dice y, obviamente, también a Dios.

Aprendamos pues a soltar lo que recibimos, como si respirasemos. Porque respirando acogemos en la inspiración y soltamos al exhalar. Y no podemos retener el aire, porque sin duda moriríamos de asfixia.

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