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lunes, 1 de enero de 2018

LUCAS 2, 16 CORRIENDO A BELEN

 Lucas (2,16-21): En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.


 Lucas nos detiene hoy en la actitud de María, que como nos narra el evangelista adopta una singular posición interior sobre las cosas que acontecen alrededor de su hijo Jesús.

Guardar las cosas en el corazón. Bien, primeramente podríamos decir que no siempre es buena opción esta de guardarse las cosas. Conforme ha ido avanzando la psicología se ha ido invitando al ser humano a abrir su corazón más que a cerrarlo, a compartir sus inquietudes, problemas, angustias... más que a callarlas. La historia de la humanidad, siempre en movimiento, nos coloca en una tesitura que contrapone, en determinados momentos, los procesos de interiorización de la persona a los momentos de exteriorización de las experiencias.

Estoy plenamente de acuerdo con que el ser humano, finalmente, siempre debe abrirse a la complicidad de un algo o de un alguien sobre el que proyectar esas inquietudes que van formando parte de nuestro HD (o disco duro). Somos eminentemente relacionales y por tanto necesitados del encuentro con el otro, sea persona, sea entidad espiritual... Pero sea como fuere estamos destinados a proyectarnos hacia el exterior, incluso desde aquellas interioridades que se visten de demonios.

Que María medite las cosas en su corazón significa que posteriormente esas interioridades van a ser expuestas, probablemente, a Dios en forma o modo de oración, exclamación, pregunta, himno... Desde luego para ella no es el momento, en este pasaje, de hacerlo. Y el evangelista nada nos cuenta de cómo era la relación de María y Dios después de que ocurrieran estas cosas. No somos invitados, entonces, a contemplar la habitación segura de María cuando cierra la puerta y habla con Dios. Pero somos invitados a reflexonar acerca de esos momentos.

¿Con quién comparte María? Me atrevo a decir que lo hace con José, su marido, hombre prudente, fiel y bondadoso, su marido, porque la intimidad de un matrimonio sano conlleva esa relación de seguridad y confianza en la que se puede expresar, sin tapujos, aquellas cosas que uno necesita compartir. Me atrevo a decir también, que esa misma expresión del ser humano trasciende luego hacia Dios, con quien María guarda esa misma relación de seguridad y compromiso. Todas las señales que María obtiene de la vida de su hijo se colocan en ese doble plano: el íntimo hacia el corazón y el externo hacia su marido y Dios mismo. El padre humano y el Padre espiritual conviven en esa relación de perfecta comunión con María, madre, convivendo en esa doble faceta lo humano y lo divino.

Aprendemos a confiar en Dios cuando compartimos con Él nuestra intimidad, nuestra solitud, nuestros anhelos, dificultades, deseos, logros... Es decir, cuando compartimos la vida como lo podemos hacer con la persona más cercana, confidente, segura, fiel... Aprendemos a meditar, a no mostrarnos viscerales ante las situaciones de la vida, por más favorables que parezcan y aprendemos también a vivirlas desde la humildad, con sosiego, sin despilfarros. El pesebre nos conduce hacia ese lugar sencillo en el que las cosas, por más extraordinarias que sean, forman parte de la intimidad, de la oración.

María nos conmueve a desplazar todos esos sentimientos en favor de la relación segura, confiable que encontramos en Dios y en el ser humano.

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