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jueves, 11 de enero de 2018

MARCOS 1, 40. SIN MAS CARGAS

 Marcos 1, 40 - 45: En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme.» Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.» La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.» Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.


Tengamos presente algo que es verdaderamente importante, que Jesús, que Dios, quiere limpiar al ser humano, a toda persona, sea quien sea, haya hecho lo que haya hecho o padezca la enfermedad que padezca. Así, mientras nosotros seguimos separándonos, arrinconando a personas por su condición, o porque no nos caen bien, o porque nos molestan, o porque piensan diferente..., debería resonar en nuestro corazón un deseo de, dándonos cuenta de lo que hacemos, alzar la voz y pedirle también a Jesús que nos limpie, que nos limpie de prejuicios, de primeras impresiones, de malos entendidos, de toxicidades... Hoy, por tanto, recuperamos esa màxima del cristianismo que nos dice que Dios se ha acercado en Jesús para que nosotros, hoy, seamos también personas de proximidad.

Por supuesto, es algo que debemos hacer en vida y sin esperar más, porque cierto es que en este mundo no hay mayor separación que la provoca el propio ser humano. Quizás el ejemplo más cercano sea la caída del muro de Berlín, que en su día representó también la caída de los muros humanos de la incomprensión, del conflicto, de los diferentes pensamientos que se aunan en la población, porque hay libertad.

Jesús también quebró muchos muros, como el alemán, pues nuestros separatismos resultan atemporales y aunque cada generación los vive en un determinado marco, finalmente no hacemos sino repetir ese mismo patrón que en Palestina, hace más de 2000 años apartaba a los leprosos de los pueblos y los confinaba a vivir separados y con una especie de campanilla que debían agitar para que se supiera que estaban enfermos. ¿Y hoy? ¿A cuántas personas seguimos hoy obligando a declarar su enfermedad?¿A cuántos ponemos un cascabel, o damos un timbre, para que sepamos lo que son?

Nos queremos fijar tanto en lo que son los demás que nos olvidamos de que todos, todas, somos Amados, Amadas, de Dios. ¿No seremos demasiado necios que no nos damos cuenta?¿Qué podrá decirnos Dios, después de una vida, cuando nos muestre cómo apartábamos a las personas, cómo les impedíamos llegar al Padre? Ni por más piedad, ni por más misas, ni por más caridad, ni por más sacrificios... misericordia! Es todo lo que nos pedía Jesús: misericordia! Porque así como lo hizo Él nos enseña a nosotros, que no seamos causa de ninguna otra cruz, que no carguemos al ser humano con otro madero sino que más bien ayudemos a llevar la carga, la enfermedad, la circunstancia y que acerquemos a Cristo, como puentes entre vidas que habían quedado aisladas.

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